sábado, 3 de mayo de 2014

José Luis Perales: de su Blog Hoy te quiero contar

A mis catorce años

Después de un viaje eterno en un tren tiznado de carbonilla y lento  como era el tren correo de Andalucía, la primera imagen que recibí al llegar a la torre de ladrillo rojo, fue  una explanada enorme donde había seis piscinas. Eran las primeras que yo veía. Aquellas piscinas no eran nada parecidas a las charcas en las que los chicos de Castejón nos bañábamos  acompañados de los renacuajos, las libélulas que sobrevolaban los juncos y alguna culebrilla de agua que vivía en un agujero situado  en una de las paredes de tierra, y que al entrar o salir de su escondite rozaba con su cuerpecillo zigzagueante y gelatinoso nuestro cuerpo desnudo y embarrado. Fueron esas piscinas de aguas depuradas el primer lujo que percibí en aquél colegio  pensado para chicos pobres y que envidiaban los chicos ricos, dadas las instalaciones más vanguardistas para todo tipo de  actividades deportivas, culturales y de ocio de las que disponía aquella Universidad Laboral.
Desde el autobús, los “nuevos” nos quedábamos sin habla contemplando aquel lugar de auténtico privilegio, seguros del premio que suponía para nosotros, y sobre todo para los que como yo, un chico de provincias procedente de un pueblo que no figuraba en los mapas, se hubieran atrevido a soñar. En ese momento recordé mi  escuela en Castejón situada en la plaza del pueblo, único espacio donde practicar todas las actividades, desde un partido de fútbol a una representación teatral producida, muy de cuando en cuando,  por alguna compañía de teatro ambulante que llegaba al pueblo.
Una vez que descendimos de los autobuses en aquella plaza inmensa, una multitud de alumnos, equipaje en mano, esperábamos ser colocados en los colegios correspondientes. Sobre una tarima que destacaba sobre las cabezas de los recién llegados, un salesiano, a golpe de silbato impuso  orden y se hizo escuchar.
-Los alumnos  que llegan a la Universidad Laboral por primera vez, es decir, los más pequeños -dijo-, se instalarán en el colegio San FernandoUn coadjutor los acompañará a sus habitaciones y a recoger la ropa y el material escolar antes de bajar al comedor a la una de la tarde. En ese momento sentí una gran soledad. En fila, y portando mi maleta de cartón, anduve por aquel corredor interminable junto a los que serían mis compañeros de curso, esperando las órdenes del coadjutor que iba a la cabeza hasta llegar a nuestro colegio. Una vez allí, en el tablón de anuncios,  una lista de los alumnos que ingresábamos  informaba sobre el número de habitación a la que cada uno deberíamos dirigirnos, así como el número que nos correspondía a efectos de marcar las prendas de ropa que inmediatamente nos serían entregadas. A partir de ese momento, como si de un preso se tratara, yo sería, durante el tiempo de permanencia en ese centro, el alumno número 719. Sentí que llegaba a una cárcel y me imaginé vestido con un traje de rayas.
Subí a la cuarta planta donde se encontraba la habitación que me  correspondía y que compartiría con cinco chicos más. Era amplia, con ventanas a un gran  patio  y al edificio de las aulas.  Unos armarios metálicos  cilíndricos y  giratorios pintados de gris servirían  para colocar nuestras cosas. En la puerta de entrada al dormitorio, una pequeña ventana de cristal nos advertía del control al que podríamos estar sometidos. Nosotros, poco a poco,  nos encargaríamos de taparla con una toalla, haciendo caso omiso a las protestas de los vigilantes.
Abrí mi maleta sobre la cama y en mi armario coloqué mis pocas cosas. Un olor al jabón que usaba mi madre  para hacer la colada  me despertó una emoción especial que en ese momento me regresó a casa. Tuve que esconder una lágrima para no ser descubierto por mis cinco compañeros cuyos nombres todavía desconocía, aunque en unos minutos, una vez roto el hielo, nos iríamos presentando.
Por megafonía nos reclamaron para recoger al final del pasillo de nuestra planta, el equipo de ropa y todo el material necesario para deporte y estudio que usaríamos  durante ese curso.  Minutos después deberíamos estar formados para bajar al comedor.  Nunca hasta entonces había yo sabido lo que era la disciplina, y eso que mis padres no me consentían  demasiado.  En esas horas que duró el día, aprendí lo que era un internado. El comedor era enorme, y antes de empezar a comer el cura dijo unas oraciones breves,  encaramado sobre una silla. Después de la comida tuvimos la tarde libre, dado que era el primer día, y la ocupamos en conocer el colegio, las aulas, la sala de juegos, el auditorio de música, los gimnasios, los talleres, los diferentes campos de deportes, las piscinas pequeñas a las que los más veteranos despectivamente llamaban “peceras”, la piscina olímpica, la enfermería, atendida por unas monjas y dos enfermeras rubias a las que con el tiempo  no conseguiríamos engañar fingiendo una gripe pretendiendo con ello ser atendidos por ellas.
Observando el patio del colegio, uno podía saber quiénes eran alumnos veteranos y quienes los “novatos” como yo, perdidos y solitarios sin encontrar a qué grupo acercarnos sin sentirnos extraños. Esa tarde se me hizo interminable y triste de nostalgia. Tardó en llegar la hora de la cena. Un silbato llamó a formación para subir al comedor. Después, unos minutos de recreo y de nuevo el silbato, y formados en el pasillo de la entrada, el cura, al fondo y subido en su silla, nos contó lo que se convertiría cada noche en una semblanza sobre la vida y doctrina de San Juan Bosco: “Anécdotas palpitantes de la vida de Don Bosco” que nos ilustraba sobre la vida y milagros  del Santo Patrón de los Salesianos,  para terminar sus palabras deseándonos las buenas noches bajo la protección de María Auxiliadora, patrona de la congregación.  Finalmente, rompimos filas, y después de ese día agotador nos fuimos a dormir.  A las siete de la mañana, ese maldito silbato nos despertaría para asistir a misa antes de desayunar y comenzaría la rutina de las clases cuyos horarios y profesores figuraban en el tablón de anuncios a la entrada de las aulas.
Y la vida de este chico de provincias cambió radicalmente. La libertad del campo sin fronteras fue sustituida por el control de cada uno de sus movimientos.  El desorden de mis horarios anteriores, llegando tarde a casa o faltando a la escuela, se convirtió de pronto en un orden a golpe de silbato.
Al principio, las cartas a mis padres eran como para enviarme un billete de vuelta a casa. Durante  las primeras semanas sentí  la tristeza de un gorrión enjaulado. Poco a poco conecté con algunos alumnos que serían mis amigos y con los que compartiría mis salidas a Sevilla los fines de semana, siempre con el coadjutor siguiéndonos los pasos hasta que fuimos mayores, que nos vigilaban, pero más de lejos.
En mi caso, las notas que cada mes después de los exámenes enviaban los curas a nuestros padres, nunca fueron especialmente brillantes, pero lo que en casa importaba más que las notas de cada una de las asignaturas, era la última calificación al final de la lista de aquellos habituales suspensos. Se trataba de mi conducta. Si la calificación era “Buena”, el resto importaba menos. Basándome en ello, supongo que fui un buen chico. Esa debió ser la razón por la que Don Gregorio, entonces director del colegio, trató sin éxito de inscribirme en su lista de posibles Salesianos. No sospechaba que, a esas alturas,  se había ya  cruzado por mi vida una rubia de ojos azules que una tarde por Sevilla había despertado en mí un amor a primera vista que tardó meses en irse de mi cabeza, aunque no del todo… pero esa es otra historia.